Hola chicos y chicas, si estáis leyendo esto supongo que navegáis por el blog. Os cuento un poco sobre lo que leeréis más adelante. Soy una alumna del Caura y os quiero enseñar lo que escribió mi bisabuela, que hoy en día tiene ochenta y tres años.
MI VIDA HA CAMBIADO.
Yo, ni a soñar que me echara,
me podía creer que iba a llegar a donde he llegado. Mi niñez fue muy pobre. No
tenía madre ni padre. Me crie con unos tíos de mi madre que eran muy mayores.
Aunque ellos me querían me faltó todo lo que le hace falta a una niña para ser
feliz.
Desde muy chica estaba en el
campo con mis “abuelos”, que era como yo los llamaba. Siempre estaba en la era,
en los melonares, y casi nunca iba al colegio porque los niños en el campo
daban mucho avío.
Yo espigaba. Todavía me acuerdo
de los pinchazos que me daba en las piernas metida en aquellos rastrojos.
Las espigas de cebada se
tostaban y se hacía el café.
Con el rebusco del maíz se
engordaban los cochinos; lo que se sacaba del rebusco del trigo se cambiaba por
harina; el rebusco de los garbanzos servía para los potajes de los días que no
había trabajo y así íbamos saliendo.
Me llevaba todo el día en los
melonares acarreando reculos para los animales.
Un día oí a mis “tíos” hablando
con mi “abuelo” y decían que no encontraban cortador para el melonar. A mí
siempre me tiraba hacer cosas buenas. Era agosto. Mientras los antes mentados
dormían la siesta, le quité a mi “abuelo” la navaja y allá que va la niña con
todo el peso de la calor a cortar melones.
Cuando se levantaron y vieron
el desavío que yo había hecho me pegaron una paliza tridimensional: los tres me
pegaron. Casi me matan.
Pero… al atardecer vino un
señor muy bien vestido (aún recuerdo el color de su corbata) buscando dos mil
kilos de melones para cargarlos en un barco y luego mandarlos para Madrid.
El desavío fue luego casi una
riqueza. Cuando mi “abuelo” y mis “tíos” vieron a aquel señor poniendo billetes
de mil pesetas encima de la mesa no se lo creían.
Luego no sabían que hacer
conmigo, pero la soba no me la quitaba nadie.
En premio me compraron dos
vestidos. Uno del color del cielo y otro color del amanecer, que así era cómo
decían los colores los antiguos.
Con doce años me mandaron al almacén
de las aceitunas. Como era tan chica tuvieron que ponerme cuatro ladrillos en
la silla para que alcanzara al tablón.
Las mujeres mayores sentían
lástima y me ayudaban para que me hiciera el peso y no me despidieran.
Y así fue pasando mi infancia.
De “mandao” en “mandao”, de soba en soba, peleando con mi “prima” por un pedazo
de pan de ración… y la escuela ni olerla. El día que iba las chiquillas me
hacían la vida imposible y, como no tenía asiento para nada la maestra me
mandaba a hacerle más “mandaos”. Para eso sí que servía. ¿Quién iba a mirar por
mí si no tenía ni padre ni madre?
Casi
sin darme cuenta me hice mujer y me eché novio. Él no tenía hermanas y la madre
estaba mal del corazón con que más bien me necesitaban para que los cuidara.
Como ya he dicho, a mí siempre
me ha tirado hacer cosas buenas por los demás, así que me casé con veinte años
con un hombre bueno y me encontré al cargo de mi marido, mi suegra, mi suegro,
mi cuñado que estaba un poco discapacitado, un tío de ellos y otro tío que yo
tenía. Todos para mí.
Según me habían hecho creer yo
no servía nada más que para trabajar. No se me consideraba para nada como
persona sobre todo porque era una mujer. La única mujer en la familia. Si
intentaba intervenir en las conversaciones me decían ¿y tú qué sabes? Tú te
callas. Tú a la cocina. ¿No tienes faenas que hacer? (Eso les pasaba a casi
todas las mujeres en aquellos tiempos)
Todos hacían de mí lo que
querían y yo… a obedecer porque estaba convencida que era el único derecho que
tenía como mujer. Así se desenvolvía mi vida.
Luego tuve tres hijos, uno de
ellos malito del corazón, pero luché por él como una jabata hasta que conseguí
que un médico de prestigio me lo operara en Madrid y me lo curara. Yo… ¿no
servía para nada?
Lo que yo pensaba de mí era lo
más inferior. Ni me miraba al espejo porque me veía fea, jorobada, inútil,
incapaz de hacer otra cosa que no fuera trabajar de día y de noche.
Un día me enteré de que habían
abierto en mi pueblo un Centro Cultural para mujeres, me armé de valor y salí
de mi casa con mucho miedo pero con la ilusión de que aquello podría cambiar mi
vida. ¿Alguien me daría otra oportunidad?
Los primeros días no me atrevía
a entrar. Me quedaba en la puerta mirando cómo las demás hacían cosas que yo
nunca podía ni imaginar que fuera capaz de hacer. Lecto-escritura, flecos,
manualidades... ¡cosas preciosas! Cada día me buscaba un pretexto para
acercarme: hoy llevo una plantita para una, mañana le llevo tres berenjenas a
otra, otro día llevo cuatro tomates y un calabacín a otra… hasta que alguien me
invitó a participar en las actividades.
- ¿Yooo? ¡imposible! Si yo no
sirvo para nada- intenté responder-, pero cuando me di cuenta ya estaba yo con
mi borriquete haciendo nudos para los flecos de un mantoncillo y deshaciendo
todos los nudos que habían atenazado mi vida hasta entonces.
Al principio me tenía que
esconder de mi marido para ponerme a escribir en limpio los dictados que me
hacían o para leer en el libro que me recomendaban. Él no lo iba a entender,
seguramente se reiría de mí al ver mi letra titubeante e insegura y la cantidad
de faltas que había sacado.
Cuando empezó a ver las cosas
que hacía se quedaba mirando admirado e incrédulo y poco a poco se fue dando
cuenta de que yo servía para más cosas.
Todas las noches, mientras él
miraba la tele yo me ponía a hacer mis deberes y como en el Centro Cultural
también nos daban charlas de muchas cosas yo se las contaba a él y poco a poco
me fui ganando su confianza.
Hoy puedo decir que mi vida ha cambiado mucho desde que me atreví a dar el paso de salir de aquel pozo. Tengo una opinión que aportar, y hasta doy explicaciones de algunas cosas que salen en la tele. Por ejemplo, la otra noche se habló del Código Da Vinci y mi marido no sabía bien qué era aquello así que como a mí me lo habían explicado pues yo se lo conté a él, ¡qué feliz me sentí viéndome escuchada valorada y reconocida! Hoy me siento como alguien en mi casa, ante mi marido, mis hijos, mis nietos y hasta bisnietos… y lo que es más importante: ante mí misma. Me siento satisfecha.
Ni a soñar que me hubiera
puesto, hubiera yo pensado que fuera a llegar donde he llegado como persona y
mujer.
Hoy puedo decir que MI VIDA HA
CAMBIADO.
Carmen Villalta Bonilla.
Como habéis visto, mi
bisabuela tuvo una vida muy dura, al igual que otras muchas mujeres. Con este
fragmento quiero que saquéis la conclusión de que si quieres algo lo puedes
conseguir, que hay que luchar y ser fuerte, y sobre todo tienes que creer en ti
y quererte.
Ella, Carmen, mi bisabuela, publicó su libro el 8 de marzo de 2008, os preguntaréis ¿y entonces por qué no lo has publicado el 8 de marzo? muy simple, porque la visibilidad a la igualdad hay que dársela todos los días. Hoy es un buen día para ir y darle el mejor abrazo de tu vida a tu abuela o bisabuela y recordarle que la quieres.
Ana Bizcocho Campos 3º ESO E
NOS SENTIMOS MUY ORGULLOS@S DE NUESTROS MAYORES Y ESPECIALMENTE DE LAS MUJERES COMO CARMEN, QUE CON SU HISTORIA REMUEVE CONCIENCIAS Y NOS EMPUJA A LUCHAR POR UN MUNDO DE IGUALDAD Y RESPETO. ¡GRACIAS CARMEN!
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CAVRA
«Y por encima de todo, la embriaguez de la libertad».
Hay un espacio en Coria donde siento que puedo respirar mejor y donde el sentido de mi vista, al contemplar el valle, exclama sin timidez: ¡Libertad! Ese sitio, sin duda, es el Cerro.
Desde este lugar acantilado, antaño consagrado a los dioses, es inevitable pensar en el gran poder que nos generan las alturas, por mínimas que sean. Aunque siempre cueste subir y el cuerpo se resista al esfuerzo, llegar arriba provoca una agradable sensación porque, de alguna manera, te sientes parte de la grandeza.
En ese momento entras en sintonía con la tierra, los árboles, el cielo, el canto de los pájaros y, sobre todo, con el silencio. Sin embargo, la calma desaparece entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde, cuando el Caura se llena de bullicio y alboroto y pareciera que la antigua ciudad enterrada metros abajo empujara con fuerza desprendiendo su energía.
¿Cómo sería el templo? ¿Cómo los hogares? ¿Cómo su idioma? Acerco mi cara a la valla y pienso: ¿Cómo sería este lugar sin barrotes? Se cruzan los pensamientos mientras observo desde la solitaria palmera la antigua torre de los Herberos, justo en frente, a pocos kilómetros. Durante un tiempo perteneció al término de Coria, actualmente, a Dos Hermanas.
El Caura continuará guardando la incógnita a esas preguntas, pero ahora tiene otra misión, otra forma de seguir ofreciendo parte de lo sagrado: transmitir conocimiento, respeto, tolerancia, prosperidad, refugio… y, aunque los alumnos aún no puedan verlo, libertad.
Cuando
llega la tarde y todos se van, vuelve a este cerro sagrado el silencio, solo
interrumpido por el canto de mirlos y palomas y, al caer la noche, por los
autillos, que con su canto aflautado y singular recuerdan a un vehículo o
maquinaria realizando alguna maniobra.
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