Draco, quien siempre se había tomado por un
romántico, alejado de todo concepto mercantilista, se sorprendió analizando en
un rincón del zulo que habitaba, los motivos por los que había accedido a
ayudar.
No lo hacía por simpatía a su hermano, ni mucho
menos por ser útil para aquella sociedad que le rechazaba, que le miraba por
encima del hombro y le vigilaba en los supermercados por si se le ocurría huir
sin pagar un roñoso brick de zumo para combatir las llagas que le salían en la
boca.
Suficiente como para poder alejarse de aquello
lo que quisiera. Empezaba a gustarle la idea de no depender de la heroína ni un
segundo más. Había reducido su consumo en el último año, pero a veces, el
cuerpo lo pedía y el cerebro no hacía nada por detenerle.
Lo vio en una película: quizás consiguiera ser
uno de esos que un día va caminando por la calle y descubre a un pobre diablo
que aún no ha abandonado las drogas. Un individuo renovado y más libre.
Salió del zulo dando un portazo. Había
abandonado el viejo edificio de oficinas después del encontronazo del que le
salvó Rodrigo, y se estableció cerca de allí, en un viejo local, cerrado mucho
tiempo atrás. Le dolía la cabeza, quizás por sentir, por primera vez en años,
que no estaba en su lugar.
Poco más recordaba, antes de perder el
conocimiento. Allá donde se encontraba, estaba muy oscuro. Olía a humedad y
heces, por lo que dedujo que cerca había una alcantarilla. En efecto, cuando
sus ojos se habituaron a la escasa luz, que provenía de una trampilla en el
techo, localizó una cañería que bajaba del techo y se introducía por una pared.
Poco más había en aquel sótano, aparte de una
estantería vacía e hinchada hasta el absurdo por la humedad y una radio que
alguien había estrellado contra la pared. Sus restos se encontraban esparcidos
en un radio de dos metros.
Se arrastró, a gatas, hasta un rincón. Le dolía
ahora más la cabeza. Quienquiera que le hubiese encerrado allí, no conocía el
cloroformo. Le había asestado un garrotazo en la nuca. Tenía suerte de
contarlo.
Se palpó la zona del golpe, y comprobó que el
chichón le sangraba, y que tenía un buen tamaño. Se le vino a la mente un
querubín sangrante, y la imagen debió de hacerle bastante gracia, ya que lanzó
varias carcajadas guturales. Alguien arriba pataleó el suelo con desaprobación,
pero Draco siguió riéndose hasta que quiso.
-¿Y ahora qué? ¿Quién se acuerda de ti,
Draco?-se preguntó.
Trató de reconstruir sus últimas vivencias. Ya
que estaba de nuevo en líos gracias a las movidas de su hermano, al menos que
tuviera un motivo para darle varias collejas.
Abandonado el zulo, fue hasta la casa de Iñaki.
Iñaki, otro vagabundo, víctima de la crisis, vivía en el barrio, y era el único
que tenía un vehículo. Draco quería que Iñaki le prestara su vieja furgoneta,
pero Iñaki debía de haberse ido a buscar chatarra.
Resignado a andar un poco más, llegó hasta la
carretera y esperó el autobús. Por suerte contaba con unas monedas de su escaso
capital. Unos años antes hubiera robado con tal de conseguir dinero, pero desde
que salió de la cárcel se instauró en su mente el “vive y deja vivir”.
El autobús le dejó en el centro. El dolor de
cabeza, lejos de remitir, aumentaba por momentos. A paso rápido llegó a una
calle de tiendas y se puso a buscar con la mirada.
Pensó que aún tendría que andar más, y se puso
en marcha murmurando y maldiciendo.
El Viejo Leroy estaba tirado ante un escaparate
de Zara.
-Unos tanto y otros tan poco.
Como de costumbre, el Viejo Leroy vestía una
vieja chaqueta vaquera y unos raídos pantalones que dejaban al descubierto la pierna
más de lo deseado. Dormitaba con tal quietud que provocaba escalofríos ante la
posibilidad de ser ya fiambre. Su vieja gorra, de publicidad de una media
maratón, tenía una colección de monedas de dos y cinco céntimos, reinadas por
la pareja de uno y dos euros.
No tenía un cartón como letrero porque no había
encontrado quien le prestase un rotulador.
-Leroy. ¡Eh!, Viejo Leroy.
El Viejo se despertó y miró sin sorpresa a
Draco. Abrió la boca, cubiertos los labios de una espesa barba blanca, y
bostezó.
-¿Qué tal, chaval? ¿Y la novia?
-No hace falta que te rías de mí, Casanova.
-Seguro que no sabes quién es el tal Casanova.
-Pues no-se encogió de hombros.
-Ay, pobres gentes. Si siquiera tuviera algún
libro para leer lo que otros no leen…
-No te pongas pesado, Viejo. Aquí tengo tu
estúpido libro, pero antes dime lo que quiero oír. Y además, sí que leo, cuando
tengo tiempo.
Draco dejó asomar por la chaqueta el lomo de un
ejemplar de El Jugador.
-Callejón Salsipuedes, un almacén abandonado con
un cartel en chino. Eso sí, quienes rondan por allí son más de aquí que los
chulapos.
-Gracias, Leroy-dijo entregándole el libro.
El Viejo atrapó el tomo de pasta gastada, y se
apresuró a metérselo en la chaqueta, como un niño esconde su mejor juguete ante
el matón de turno.
Draco se encaminó hacia el callejón guiándose
por la memoria. Apenas recordaba el lugar por su proximidad con un garito de
droga.
El almacén, como dijo el Viejo, tenía un letrero
escrito en chino, y fue el de un bazar cuyos dueños cerraron para montarlo en
otro lado, beneficiándose de varias subvenciones. Los muros eran de ladrillo
descubierto, de un desagradable tono amarillo.
La puerta estaba cerrada, y junto a ella, se
encontraba el Ford Sierra.
“¡Bingo!” proclamó en su cabeza.
Con cautela, se acercó al lugar. El callejón
estaba desierto, a excepción de un gato que montaba guardia sobre un cubo de
basura.
El coche estaba vacío y en el almacén no se oía
nada.
Para Draco se hizo patente el ambiente patético
que se respiraba allí. Parecía que el almacén no resistiría la próxima llovizna
sin que se cayese su techo de uralita. Llegó a preguntarse si el Viejo Leroy le
habría engañado, pero al momento desechó la idea.
La puerta estaba cerrada con firmeza. Buscó algo
alrededor para abrir la puerta.
La única basura que había por allí era cartón y
botellas, nada que pudiera ayudar. Pensó en robar el Sierra y embestir la puerta,
pero pronto se retractó: eso a Marco no le haría ninguna gracia.
Por suerte, el coche estaba ante un hueco donde
había colocado un extractor de humos industrial, a unos dos metros y medio del
suelo. Eso le bastaría.
Comprobó una vez más que no había nadie en el
callejón y afinó el oído por si oía algo. Nada.
Tomó carrerilla y corrió hacia el coche. En dos
saltos subió al techo. El corazón le golpeaba en el pecho y en las sienes.
Empezó a sudar. Si en ese momento le pillaran in fraganti no podría alegar nada
en su defensa.
Tuvo que doblarse bastante para alcanzar la
pared, en un ángulo no muy apropiado. Se agarró al extractor, y a través de las
palas forzó la vista.
El interior estaba muy oscuro. Apenas una luz
que se filtraba por un trozo de uralita roto dejaba ver una estantería
metálica.
Y entonces fue el golpe, inesperado y
contundente, que le hizo perder el conocimiento. En esos últimos segundos de
tránsito entre la lucidez al desmayo, sintió que caía hacia adelante, antes de
que una mano desconocida le cogiese por el cuello de la chaqueta…
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